miércoles, 8 de mayo de 2019

miércoles, ocho de mayo de dos mil diecinueve

De repente siento la urgencia de escribir muchas cosas y muy rápido.
Escribir no es como montar en bicicleta. Acaso montar en bicicleta no sea para nada montar en bicicleta si quien vuelve a montarse en una tuvo un accidente del que no se acuerda o no puede dar cuenta con exactitud, y entonces se paraliza y no mantiene el equilibrio. Algo así. Y no ve,  se enreda, y le da dislexia y luego le miran los ojitos y le examinan el cerebro y todo está bien, y así por siete años o un poco más (quizá menos) y está todo estrangulado pero por acá, por este lado, del que no dan cuenta ni oftalmólogos ni neurólogos ni mucho menos psiquiatras porque esos no son médicos de verdad. U ortopedistas o deportólogos, que venía yo hablando de las bicicletas. Y otorrinos, porque quién quita que sea el vértigo, algo del oído interno.
Pero uno monta en bicicleta en la cabeza. Hace piques... (esto ya parece una columna de Héctor Abad)

También dejé de escribir porque me daba tanto pavor terminar como él. Escribiendo como él o, peor todavía, pensando como él.

Señora, yo cómo hago para meterme en esa cabeza suya, le decía mi abuelo a mi abuela (y qué machista, por cierto). Era porque le parecía que decía cosas muy disparatadas o no sé. ¿Y si yo me metí en la cabeza de ese man? Es que solo para entretenerme no dejé de leerlo durante mucho tiempo. ¡Es un tipo sorprendente! Por imposible que fuese, a cada columna le seguía una más horrorosa, más babosa, más repugnante, más imbécil. Hombre, digo yo que alguien así tiene mucho de fascinante, y entonces las repetía y también las repartía no fuera a ser que el chiste se quedara solo pa' mí. A Simón se las pasé toditas, ¿cierto, mi amor? Y a Constantino, y él a otros y así.
Pero un día ya estaba muy baboso y supongo que yo muy enguayabada o algo y también dejé de leerlo. Me quedé entonces sin payaso y sin nada y seguí en Twitter, donde todos son como muy como él pero a rato sacan chistes buenos y güevonadas y total que eso envicia con su goteíto y en esas aparece gente del pasado, gente muy, muy, muy importante... del pasado. 
Tal vez por donde tuve que empezar fue por mi libro. Tal vez fui la primera que debió leerlo, pero nunca lo hice y tal vez todo esto tenga que ver con todo eso y andar en bicicleta, el pasado, los helados, Abad, en fin. 
Sin leer no se puede escribir bien.

Ya no me gusta el Che. Ahora soy comunista en serio. 

viernes, 3 de mayo de 2019

Jm, hola

Hay palabras todas bonitas, como gotas. O sea, la palabra gotas, en plural, es muy bonita, y es tan bonita que también sirve como metáfora: las palabras son como gotas. Sí.
También me gustan estío, estalactita, parva, y jugar con mi boca, haciendo burbujas de aire, mientras las pienso, como si las saboreara. Mi mamá cree que estoy acabando con mis dientes, pero no. Es aire que no sale y que se queda entre la lengua y los dientes sin usar la garganta para pronunciarlas. También se quedan sin ser escritas. Llevan así, encerradas, unos siete años. O más.
Haber publicado un libro no es escribir, ni convierte a nadie en escritor.
Yo era escritora antes, cuando a nadie le importaba. Escribía día y noche, en lo que encontrara, así fueran paredes. Todo vino a dañarse con Twitter. Twitter hace del decir de uno cosas horrendas, y no solo del decir, sino también del pensar, del sentir, del actuar, del escribir. No son trinos, no son gotas, son pedazos de mierda unos seguidos de otros sin estética ni gracia muy sucios e incompletos y es menester desestructurar ese esquema que se incrusta en la cabeza cuando lo ha usado uno por tantos, tantísimos años.
La mente es un cajón ya entrenado para los caracteres limitados, lista para continuar en un tuit siguiente, ¿y cómo no vamos a empeorar considerablemente nuestro estilo quienes alguna vez nos dimos por escritores? Pero no es solo eso. El pensamiento se atrofia. Queda igualmente encajonado, y entonces no fluye como por ejemplo en Facebook, y alguna vuelta pasa en el proceso mental porque  ¡en serio! gente tan brillante como yo termina aseverando tonterías atrofiadas.
No importa mucho que esto no tenga sentido. No importa nada que no tenga estilo. Da lo mismo, pero urge que yo escriba fuera de ese lugar y empiece a ejercitarme en cuadritos más amplios que el que me abre TweetDeck o la app para la web del celular si quiero volver a escribir algo.
Ya vámonos

jueves, 7 de junio de 2012

Cuento


De niña tenía tres amigos imaginarios: El Miamor, Rosita y Angélica. Raro que Angélica llevara siempre un vestido rosadito, mientras que Rosita, uno azul. El Miamor siempre estaba de rojo.
Miralos, le decía a mi abuela. Le decía a todo el mundo, pero nadie los veía.
Y tenía un Coqueo, un coqueo rosadito. El Coqueo era una cobija pequeñita en forma de conejo que me regaló un amigo de mi papá cuando nací. Mi mamá dijo "valiente maricada", no sabiendo del amor que nos íbamos a tener -del amor que aún le tengo- ni de cómo me chocaba que me lo lavaran y perdiera ese olor a mugre, mocos y lágrimas.  Así lo puse, Coqueo,  pero en un viaje a la finca de mi tía Gladys en Puerto Triunfo lo dejaron perder en una cantina. Objeto transicional, que llaman. Con él me chupaba el dedo hasta que me dormía. Y chupé dedo hasta los trece años (todavía tengo una cicatriz en mi dedo gordo izquierdo que lo comprueba). Con él jugaba, también, a que era torera de un torito de mi tamaño. Y, con unas espaditas que había de adorno en la biblioteca, lo remataba. Sangre rosada le salía, pero no se moría, y no se moría porque yo lo decretaba y lo necesitaba para jugar a la corrida cuando quisiera.
Como Serrat, me gustaría decir "tenía un cielo azul y un jardín de adoquines...", pero no, porque había plantas, cuál jardín de adoquines, y también un viñedo de uvas verdes en el trópico medellinense  y matas gigantescas detrás de las cuales pretendía esconderme de ellos junto a mi Coqueo. Pero un día mi tío Juan se fue para La Guajira. Yo tenía cuatro años. El Miamor, Rosita y Angélica se fueron con él. No los volví a ver. En mi mar inmenso preguntaba si acaso me odiaban, o habían partido para irse con niños más solos que, como yo, no tenían amigos para jugar y se la pasaban todo el día con la abuelita. Este era mi mar...





Pasábamos tardes enteras ahí, esperando al pirata Morgan, peleando, alegando; ellos no se dejaban mandar. Seguro el mar de La Guajira, harto más grande pero no más hermoso, les llamó más la atención. Porque ese, que tiene flamencos y que baña una arena muy bonita, no tenía la capacidad de ser tan infinito como mi Bongo Rojo, en el que cabíamos todos, todos, hasta mi abuela y mi abuelo y mis tíos y la lora esa que me mordía, una que tenía mi mamá y que se llamaba Lora y que, de los celos, se voló, ¡literalmente se voló! y nunca más, para fortuna mía, regresó. Obvio, porque el océano, dicen, es infinito, pero eso es mentira, pregúntenle a un geógrafo, a un físico, a Galileo o qué sé yo. De hecho calculan que no habrá mar, quién sabe para qué año. 
El problema, creo, fue que nació mi hermanita y a mí me fueron creciendo los pies. Una vez no pude caber yo, no pudo volver a caber nadie, ni siquiera Carolina, que llegó por esos días presumiéndome que ya se le habían caído los dientes de leche y le habían crecido los otros. Que había un personaje llamado el Ratón Pérez que le daba a uno plata por cada diente que metiera debajo de la almohada y que, si bien, como el Niño Dios, algunos decían que eran los papás, a ella le constaba haber visto tanto al Ratón como a Jesús cuando era niño, poniéndole los regalos debajo de la almohada y debajo del árbol de Navidad.
Todo cuanto me decía Carolina lo creía, por más inverosímil que fuera. Me contó que mi Coqueo era un trapo con el que limpiaban las mesas de una cantina, y esa tarde me hizo llorar. ¿Por qué está llorando?, me preguntó mi mamá y, como no le contesté, me dio una pela. Entonces le dije: Carolina me contó que con el Coqueo limpian regueros de aguardiente, mocos de borracho y no de niño y que ya ni siquiera es rosadito sino gris y feo, que le cortaron las orejas, que le quitaron el borde de satín y que ya ni siquiera era un conejo. ¿Y quién es Carolina? ¡Pues mi amiga! A la que ya se le cayeron los dientes y puede ver al Ratón Pérez y al Niño Dios. ¿Otro Miamor? No, Miamor se fue con Rosita y Angélica para La Guajira, Carolina es más grande y cuenta cuentos de adultos como el del Coqueo. ¿Y ella por qué sabe que se quedó en una cantina? Con el dedo en mi boca le dije: pues porque es grande. 
Luego le conté a mi abuela que mi mamá me había pegado y lo que Carolina me contó de mi mejor amigo. Me sobó la cabeza y una música empezó a sonar. ¡Era el carrito de los helados! Dentro del carrito de los helados, me dijo una vez Carolina, hay unos duendes que trabajan con pedazos de hielo traídos del Polo Norte para hacer los conos y los conos tienen sabores y distintos colores que extraen del arco iris. Lo mismo las paletas. Nada más que a los conos les echan pedazos de nube para que sepan a leche, y todo eso que me contaba no se lo podía contar a nadie porque, si lo hacía, dejaba de ser mi amiga. Quiero heladito de fresa y una paleta de limón. La abuela me dijo que eso no me cabía. Es que la paleta de limón es para Carolina, que es la que más le gusta. Me los compró.
Carolina, ¿y el algodón de azúcar cómo lo hacen? Con nubes de atardecer, de esas que se ven rosadas en el cielo, esas que tu abuelo llama las del sol de los venados. Yo he visto que es con azúcar y un polvito. Sí, ¿pero de dónde crees que se vuelve así, como un algodón? Y yo abrí los ojos y la boca y pensé que tenía razón. 
Ella era muy sabia. Yo había olvidado que ya no cabía en el Bongo Rojo y la invité a que nos bañáramos. Al ver que solo podía meter mis pies y que me era imposible acomodarme, me puse a llorar. Pero entonces Carolina, que solo me hablaba cuando le daba la gana, me contó que todo venía del agua: el arco iris, las nubes, el hielo del Polo Norte, mis tristezas (así les llamaba a las lágrimas), el aguardiente, los mocos, ¡todo! Cogió la manguera, abrió el grifo y empezó a echar agua. Puso su dedo en la boquilla y un arco iris chiquito, a mi alcance, al alcance de las dos, empezó a salir de ahí. ¡Magia, magia! le dije asombrada, y ella me dijo que sí, que era magia, que aprendiera y le mostrara a mi abuela y también a mi mamá y a mis tíos y a mi papá cuando llegara de visita el sábado. Pero tenía que estar haciendo sol. Y se fue. Antes logró advertirme: uno crece y ya no puede jugar sin camisa y el cuerpo cambia y es muy doloroso. Duelen el pecho y el vientre y le dicen a uno que ya no es niña sino mujer. No vaya a creer eso, usted es mujer desde que nace hasta que se muere, otra cosa es que se vuelva adolescente, luego adulta, luego vieja. 
Al año me enfermé y ya Carolina se había ido para siempre, como los otros, pero para Bogotá. No era capaz de mover mis pies, me dolían las falanges y aunque me dijeron que la enfermedad era en el corazón no entendía de qué manera podía llegar el corazón hasta los pies. Tal vez ella sabía, como sabía tantas cosas, pero nunca se apareció para explicarme. Pensaba que ese dolor era porque estaba creciendo, como me lo había advertido mi amiga. Ya tenía cinco años y uno crece a los cinco años, pensaba yo. Sin embargo, aparte de que ya muchos de los juguetes que tenía me quedaban pequeños, como mi Bongo Rojo, y de que mucha de la ropa que me gustaba no me servía, aún no era grande. Ni siquiera le llegaba a los hombros a mi abuela, como me lo había imaginado. Si acaso, a la cintura.
Luego, cuando entré al colegio y nadie quería ser mi amiguito, vi a Carolina en el patio de los de bachillerato. Le compré una paleta de limón, como las que le gustaban, pero no me saludó, tal vez no me reconoció y ni siquiera me recibió la paleta. Me puse tan triste... y el problema es que no había mangueras cerquita para dibujar arco iris como ella me lo había enseñado.  

sábado, 12 de mayo de 2012

De cuando el Che no era "terrorista"

Del 99 para acá la derecha fue tomando campo. Todo. El campo y campo y espacio en la política.
Aún recuerdo cuando el mítico Ernesto Guevara de la Serna Lynch era un honorable personaje y no un terrorista cuya imagen habría de ser incautada por la policía de mi país ni sus seguidores señalados de, también, terrorismo.
A Cuba fuimos en el 96 con mis papás, ellos nos llevaron. A Pablo, a María y a mí nos compraron camisetas y boinas. Nos llevaron a la Plaza de la Revolución, y allá nos lo señalaron como un libertador, el epítome del héroe latinoamericano. Sí, mis papás, antes del gobierno de ese señor del que uno no quisiera acordarse y en el que a todos les lavaron la cabeza.
Con el tiempo, durante el gobierno del señor Andrés Pastrana, me volví más admiradora de Juárez que de cualquier otro. Pero Juárez no simbolizaba lo que Ernesto, ni Bolívar ni ningún otro lo hará. Es que ni Villa, ni Zapata, ni Frida, lograron condensar a la izquierda de manera tan concreta, y a todos mis respetos.
Pasó que durante el gobierno del señor aquel todo el que admirara al Che era un puto terrorista, palabra que odio y que considero prejuiciosa, pues la usan por maniqueo y para conveniencia propia.
Hace como tres semanas le recibí un domicilio y tenía puesta esa camiseta del Che que mis papás me regalaron. El señor que me entregaba la mercancía me lo dijo "¿usted es terrorista de las FARC?" Calmada, le repliqué que sí, y me dijo "bien" sin mayor problema. No me increpó más, ni me llamó de ningún otro modo y me mostró su pulgar en señal de aprobación. Lo que pasa es que yo ni a las FARC, ni a las AUC, ni a nadie, lo considero terrorista. Ese término no debería existir. Lo usan los mamertos de la derecha especialmente, y abusan de él para macartizar. Esa mentalidad se adoptó durante el gobierno anterior, cuando los medios empezaron a disuadir a la gente y a difundir ese manual del perfecto idiota latinoamericano y a decir que el Che era un sinvergüenza, un asesino, un déspota, un pobre mandril que asesinaba a su antojo sobre todo porque el gobierno de Hugo Chávez lo exaltaba, gobierno "enemigo", entre otras cosas... y terrorista. 
Los mataban y los desaparecían desde antes, pero se volvió oficial, un mandato, hacer de la izquierda algo muy peligroso. Empezaron a perseguirnos, a estigmatizarnos, a dañarnos a nuestras figuras y héroes hasta el punto en el que ni entre izquierdistas en América Latina podemos apoyarnos para evitar el señalamiento y la "mala fama". Así, ni Piedad Córdoba ni Chávez pueden demostrar abiertamente su simpatía a Andrés Manuel López Obrador para "no dañarlo" y evitar que en México le teman. Antes, hace solo seis años, Chávez pudo darse el lujo de no reconocer al gobierno espurio de Felipe Calderón, pero desconozco las razones por las cuales volvió a tener relación con los mexicanos. Tal vez por hermandad, supongo, y por eso mantiene relaciones con el hijueputa de Santos, cosa que no me molesta.
El caso es que yo misma llegué a renegar del Che y de Chávez y de Fidel. Aquí nos uribizaron las mentes hasta el punto de hacernos creer que los mismos que no habíamos votado por él, sus contradictores, éramos malos, al igual que nuestros líderes y figuras. Yo he visto a gente que odia a Uribe pero que encarna los más crasos pensamientos de él, qué pesar. Y eso solo se vino a ver durante y después de ese maldito gobierno, del que uno no quisiera acordarse pero que por muchas razones tiene que nombrar.
Para demostrar una moralidad suprema, la gente desprecia a Piedad abiertamente, como a Ernesto, mi hermano, mi camarada. Un médico que, como yo, era un burgués resuelto a luchar por los derechos más fundamentales. En él me veo no solo por eso (como me veo en Engels, por ejemplo) sino porque quisiera que ya no hubiera resentimientos ni brechas, ni impedimentos para amarse entre ricos y pobres y cosas así. Claro, a él lo motivaban otras cosas, quizá más "supremas", tal vez más "puras".
Yo soy comunista porque no soporto el clasismo de los pobres, que nos odian a quienes tenemos oportunidades, a los que hablan inglés u otro idioma, por sus malditos y estúpidos prejuicios. Odio la pobreza porque no soportan nada que represente algo distinto a lo que ellos son. Pero no odio lo que son, sino lo que ellos odian, con un rencor sumamente justificado. "Educación primero al hijo del obrero, educación después al hijo del burgués", es la consigna de muchos estudiantes que, no percatándose de su abierta discriminación y segregación, gritan y dicen como si fueran a refundar la patria, al estilo Uribe, que van a crear una nueva burguesía. Ni Chávez, ni Piedad, son así.
Soy comunista porque creo firmemente en que esos odios se zanjarían sin haber clases sociales. Bien lo decía mi autor de cabecera, el más sabio de todos, José Alfredo Jiménez: yo no entiendo esas cosas de las clases sociales, solo sé que me quieres como te quiero yo. Soy comunista por el amor y la oportunidad que da de amarse sin importar quién tiene y quién no. La verdad es que eso del monopolio del Estado y no sé qué, mientras la gente se quiera, me tiene sin el más mínimo cuidado. Soy comunista, en fin, porque creo que es el medio para erradicar los prejuicios de todas las clases y de todos los seres humanos. No es moda. No es por ser rebelde, ni por contradecir. Soy comunista hormonal, como decía Saramago, porque del mismo modo que las hormonas hacen crecer vello o lo disminuyen, como trae la menopausia y da menstruación, así mismo me nace serlo.
Eso sí, milito en mi muy amado Partido Liberal Colombiano, legado de mi abuelo, por el que luchó y por el que dio su vida, sin que lo mataran. Milito ahí por él y por Piedad, que es indiscutiblemente quien me representa en todos los aspectos políticos y morales y éticos. Milito ahí porque no creo en la violencia como método de trasformación (aunque admire al Che y a Fidel) y también por gente como Uribe Uribe, su primo el Indio Uribe, Ñito Restrepo, Luis Tejada, Ricardo Rendón (caricaturista que dibujó el logo de Pielrroja) y tantos otros socialistas que adoptaron al Partido como bandera de la desobediencia y de la igualdad, aunque algunos terminaran suicidándose por el desconcierto.
Les digo: antes el Che no era un terrorista, sino un héroe. Y yo no lo admiro por héroe, pues los héroes son idiotas que matan y se hacen matar por una causa. Yo lo admiro porque era un burgués como yo que de hecho cambió muchas cosas. 

domingo, 29 de abril de 2012

Sin título

Mucha gente piensa que soy devota de Vallejo y Cioran. De esa gente. De citas como "el hombre es lobo para el hombre" o "el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe". Que me encantan los poetas malditos, cuando en mi vida jamás he leído a alguno. Y no me interesa. Me cansé, no porque me parezcan malos, de Dostoievsky y Balzac, de los nietzscheanos y su maestro, de los pesimistas, de los que creen que yo suelo leer o seguir.
Sé que fueron franceses -pero ya lo estoy dudando, quienes dijeron esas frases. En fin. Esos, esos estilo Voltaire y el otro de la educación, y no es que sea alguien de cuyo nombre no quiera acordarme, porque no me gusta parafrasear a quien no he leído tampoco, sino que no sé escribirlos, o es que no distingo entre esos cuatro de la Revolución de la guillotina. ¿Cómo era? Ay, que me pegue la Miss de Sociales, en su momento me los aprendí. ¿Quién es que era la Miss de sociales? Ya se me olvidó, también. Con lo que los quiere mi papá. Bueno, sí, esos. Y el que dijo que no está de acuerdo con mi opinión pero que daría su vida por defender la mía. ¿Eso no sería un sarcasmo y lo descontextualizaron? A menudo, en discusiones políticas, me salen con esa máxima de la tolerancia (¿?) y la modernidad (¿?). Las odio. 
Porque yo no odio al hombre, al ser humano, ni odio a la sociedad, ni tampoco creo que uno se corrompa, ni que los animales sean más buenos o más malos, pues son animales y no pueden tener atributos humanos; y a esos, a los animales, no los quiero ni poquito. Ni a los perros, ni a los gatos, ni a los toros. No les pego, no los mato, pero no los quiero. Y si les pegan, si los matan o los maltratan no me importa, francamente. Yo sí salvo al cuadro y no al animalito, ah no. Es más, que me pongan a escoger entre salvar a Uribe y a un perro, yo escojo a Uribe. 
En una de las casas de Patio Bonito, a mi abuelo le dio por poner una incubadora para pollos. Era gallero, garitero, taurino. Ay, ¿qué dirán esos camaradas que se plantan frente a la plaza de toros pero que justifican la lucha armada? Animal él, como todas sus arengas bobas. Entonces el abuelo tenía esa incubadora para criar gallos finos. Una vez desempollaban, él, medio ciego, hacía las de mi Dios y decidía cuál era apto y cuál no. Al que no, se suponía que había que desnucarlo, pero entre su torpeza y su ceguera, terminaba descabezándolos. A mí me parecía muy tierno cuando terminaba con la cabecita en una mano y el cuerpecito en la otra. Sí, tierna era esa torpeza de don Rey. Mucho. Ya grandes sí eran como las vacas en la India, y entonces no se les podía hacer mucho ruido ni aspavientos que porque  se estresaban para la pelea. Llegaba entonces mi abuela, que odiaba a los gallos, y los espantaba con el bastón o los correteaba para asustarlos. Y era hermoso verla en esas, intentando buscarle pelea a él. 
En cambio, no tengo que odiar a las mujeres ni a los pobres porque se reproducen, ni maldecir sus vientres, ni usar un hijueputazo para todos. Yo sí amo a la humanidad en su conjunto, sean unos de derecha y otros de izquierda más radical que la mía y me exasperen, o bien mezquinos y llenos de superchería, gente enferma o cuerda, yo los quiero a todos. Me permito y me regocijo odiando a particulares o ignorándolos, pero al ser humano no, a la especie no, ni a la vida. Y no estoy a favor del aborto, por ejemplo, porque me parece una crueldad como les parecen a los antitaurinos las corridas. Eso sí, ya decía el otro, daría mi vida para que pudieras abortar. No, no, tampoco. La vida humana es un milagro, a mi parecer, y no tiene por qué despreciársele en lo absoluto, con ese desdén que lo hacen los intelectuales de ahora como para, no sé, imprimirle un sello maldito a su pensamiento o algo así. O quizá sí sean muy francos y sí desprecien a la humanidad, quién sabe, de ahí que esta, la colombiana o la latinoamericana, sea una sociedad tan tanática, tan acostumbrada a la muerte como noticia de cada minuto; lo lee, lo permite, lo pide, en muchas ocasiones la aplaude. Ya los muertos no son más que cifras y estadísticas; no el dolor inmenso de un nieto, ni el de una mamá, ni el de un hijo o un hermano. Van y desmembran al enemigo y se regocijan con eso como yo viendo a mi abuelo descabezar a los pollitos.
El solo hecho de que el otro pueda pensar, y de que ese otro sea de una complejidad tal que yo no pueda entender por qué tiene esas ideas, me parece tan fascinante, tan bien hecho. La subjetividad, desplazada por la objetividad, si es que puede haber objetividad desde el sujeto, es más sagrada que la vida misma. 
¿Eso está muy demócrata? Ojalá que no, de verdad, espero que no. Es que los liberales son muy parasitarios y todo con lo que están de acuerdo se lo apropian. Con lo que no, democráticamente lo destruyen por el bien de la democracia. 
Ojalá yo fuera capaz de crear los personajes que creaba Jane Austen, por ejemplo, y que no me identificaran con esos personajes kafkianos, ni con los de Dostoievsky. Pero yo misma, por desgracia, he hecho a través de estos blogs y de mis trabajos universitarios eso, un personaje maldito, muy lejano a aquel de 1914, don José Idárraga, que dormía desnudo y si le daban ganas de orinar se levantaba y se ponía el sombrero solamente, se lustraba las medias negras con tizas de la escuela para que no se le vieran los rotos de sus zapatos y bautizaba a los perros con nombres de guerras, como ese, 1914, al que se encontró una tarde en el parque de Titiribí. 

lunes, 9 de abril de 2012

Pastillitas

Hola, soy Azulita. ¿Azulita? Sisas, pero también me dicen Stela, que es el apócope de mi nombre. ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?
Hago que la gente que está enferma salga de sus casas, me introduzco en las personas por la vía oral y de alguna manera logran bañarse y volver a salir. Actúo con Zolo. ¿Y ese quién es? Es su apócope.
Muy triste, en todo caso, especialmente para ella, haberse dado cuenta de que necesitaba ayuda. Ya en enero andaba así. Había logrado dejar todo, sumergiéndose en el alcohol, pero un día, una vez que ya no aguantaba más, llamó a la otra, la de piel blanca, blanca, blanca. El pelo también. Parece que a ratos se lo toman el uno a la otra, pero la otra lo tiene negro, negro, negro. 
¡Qué policromías tan feas! Azul, blanco y negro. Se asemejan a un conjunto de juventudes fascistas del Mediterráneo. ¿Cuáles andaban de blanco? La verdad es que no me acuerdo, pero eso no importa. Puede que fueran las de Hitler, hombre que amó la paz como ningún otro, lo dijo en un discurso. No, esas, creo, eran pardas, y en este intento de cuento pardo no hay nada, salvo el apellido del candidato por el que votó para la presidencia de Colombia hace dos años. ¡Pero fue por el rojo! Pues claro, pero se apellidaba del otro color.
Dos de mí y al pelo. Y otras dos de Zolo, más una que parece una bala, esa que la mantiene con vida, Ciclo. ¿Qué ciclo? Dijeron que era como de ciencia ficción. Hoy en día todo invento les parece de ciencia ficción, así sean médicos, así sean científicos, dicen que son cosas como de ciencia ficción, pero esta otra, que a eso se debería dedicar, a aprender a ficcionar, toma pastillas así, de ciencia ficción, pero no sabe cómo hacer un cuento.
Bonito fuera eso: tomar pastillas de ciencia ficción, futuristas, y así, de la nada, volverse cuentista, ficcionista, pero pasa que no, que esa Ciclo nada más afecta el sistema inmunológico quitándole unas cuantas defensas y evitando que una presa muy grande, la más grande del cuerpo, la rechace. 
Qué palabra tan fea esa para referirse a una parte tan vital del cuerpo humano. ¿Sí, no cierto? Órgano, hígado, ¿pero presa? Y así aparece en los manuales. 
Aunque sí la mantiene presa. ¿Cómo? Es como un grillete de 2 mg de alto control farmacéutico y de un precio ridículo que no se lo costearían ni por fuera del país, ni de la ciudad. ¡Válgame! Sí, más el tratamiento del láser, muy costoso también, porque da hiperirsutirmo (del que por sí ya sufría) y eso le crecen las uñas, vello y pelo a la velocidad de la luz. Ni se volvió a depilar las cejas porque parecen fortificadas con un suplemento de calcio y el dolor de arrancárselas duele más que hacerse un tatuaje o un pirsin. Y dice que así se parece a Frida, pero se engaña, porque Frida era Frida y ella es ella y sufre mucho. Entonces sí se parece a Frida. No, porque el sufrimiento de Frida era otro.  
Tanto tiempo escribiendo y desde que le dijeron que ese de 1914 no servía pa' concurso no volvió a escribir cuentos, no más este, tan bobo. 

sábado, 7 de abril de 2012

Mi niñez

De niña tenía tres amigos imaginarios: Miamor, Rosita y Angélica. Raro que Angélica llevara siempre un vestido rosadito, mientras que Rosita, uno azul. El Miamor siempre estaba de rojo.
Miralos, le decía a mi abuela. Le decía a todo el mundo, pero nadie los veía.
Y tenía un coqueo, un coqueo rosadito. El coqueo era una cobija pequeñita en forma de conejo y así le puse, pero en un viaje a la finca de mi tía Gladys en Puerto Triunfo, lo dejaron perder en una cantina. Objeto transicional, que llaman. Con él me chupaba el dedo hasta que me dormía. Y chupé dedo hasta los trece, todavía tengo una cicatriz en mi dedo gordo izquierdo que lo comprueba.
Como Serrat, me gustaría decir "tenía un cielo azul y un jardín de adoquines...", pero no, porque había plantas, cuál jardín de adoquines, y también un viñedo en el trópico y matas gigantescas detrás de las cuales pretendía esconderme.
Un día mi tío Juan se fue para La Guajira. Yo tenía cuatro años. El Miamor, Rosita y Angélica se fueron con él. No los volví a ver. En mi mar inmenso preguntaba si acaso me odiaban, o habían partido para irse con niños más solos. Este era mi mar...

Allí pasaba horas enteras, creo que ya hastiada de la vida y preguntándole cosas. Miamor evidentemente no me amaba, por eso, con mis amigos, se fue para La Guajira. Pero supongo que también se debió a que nació mi hermana, María, bendita entre todas las mujeres, entre las cuales no faltaron mi abuela, mi mamá, Cuca (mi tía) y Mincha. Se fueron todos. Yo me quedé sola en mi Bongo rojo, esa ponchera, tan inmensa como cualquier océano, tan vasta como mi imaginación.
Hasta que entré al colegio y descubrí la maldad. Yo la ejercí con mi hermana, le tiraba mocos en su cuna, le albergaba un rencor tan profundo como el que ahora les tengo a quienes hablan mal de Piedad, y no diré nombres para que se inflen como los sapos que son. No podía soportar que mi abuela tuviese otro amor, incluso uno que había superado el de una lora que se llamaba Lora, que se fue, se voló de la casa de Patio Bonito por los celos que me tenía. Llegó María y a ella le regalaron una vaca: el Torombollo Amarillo. Ya la Corronga, la mía, como que no tenía importancia, aunque diera más leche, digo yo. Tal vez por eso se fueron bien lejos mis amigos imaginarios, con otros niños. Ni soportaron mis celos, ni a mi hermana. Se fueron con Juan en un paseo que él hizo con sus amigos, en medio de una varicela que me dio a mí.
De mi coqueo nunca volví a saber nada. Me cosieron uno azulito cielo, lo más de desagradable, porque ni tenía mi olor, ni tampoco mis babas, ni mi mugre. ¿Cómo lo iba a querer? Ni siquiera era rosadito.
Así empecé a perderlo todo: mi identidad, mis amigos, mis objetos.
Un año después entré al colegio, y al año, me dio fiebre reumática, la que me condenó al benzetazil hasta que tuviera dieciocho años, como una condena a cadena perpetua.
Pero el colegio fue lo peor, y haber crecido. Ya no cabía en mi Bongo rojo y no podía reflexionar con respecto a la vida y el mar. Les decía "¿quieres ser mi amiguito?" y todos me respondían que no. Claro, era jorobada, orejona y con las cejas juntas. Todos se juntaban con las monas, con las lindas, las de orejas normales, ojos azules o verdes, las menos altas, las más bonitas. Y ellas se juntaban con los de la plata, los más "charros" y ocurrentes.
El mar me quedó pequeño, nunca tuve dónde reflexionar, y aquí estoy.