jueves, 7 de junio de 2012

Cuento


De niña tenía tres amigos imaginarios: El Miamor, Rosita y Angélica. Raro que Angélica llevara siempre un vestido rosadito, mientras que Rosita, uno azul. El Miamor siempre estaba de rojo.
Miralos, le decía a mi abuela. Le decía a todo el mundo, pero nadie los veía.
Y tenía un Coqueo, un coqueo rosadito. El Coqueo era una cobija pequeñita en forma de conejo que me regaló un amigo de mi papá cuando nací. Mi mamá dijo "valiente maricada", no sabiendo del amor que nos íbamos a tener -del amor que aún le tengo- ni de cómo me chocaba que me lo lavaran y perdiera ese olor a mugre, mocos y lágrimas.  Así lo puse, Coqueo,  pero en un viaje a la finca de mi tía Gladys en Puerto Triunfo lo dejaron perder en una cantina. Objeto transicional, que llaman. Con él me chupaba el dedo hasta que me dormía. Y chupé dedo hasta los trece años (todavía tengo una cicatriz en mi dedo gordo izquierdo que lo comprueba). Con él jugaba, también, a que era torera de un torito de mi tamaño. Y, con unas espaditas que había de adorno en la biblioteca, lo remataba. Sangre rosada le salía, pero no se moría, y no se moría porque yo lo decretaba y lo necesitaba para jugar a la corrida cuando quisiera.
Como Serrat, me gustaría decir "tenía un cielo azul y un jardín de adoquines...", pero no, porque había plantas, cuál jardín de adoquines, y también un viñedo de uvas verdes en el trópico medellinense  y matas gigantescas detrás de las cuales pretendía esconderme de ellos junto a mi Coqueo. Pero un día mi tío Juan se fue para La Guajira. Yo tenía cuatro años. El Miamor, Rosita y Angélica se fueron con él. No los volví a ver. En mi mar inmenso preguntaba si acaso me odiaban, o habían partido para irse con niños más solos que, como yo, no tenían amigos para jugar y se la pasaban todo el día con la abuelita. Este era mi mar...





Pasábamos tardes enteras ahí, esperando al pirata Morgan, peleando, alegando; ellos no se dejaban mandar. Seguro el mar de La Guajira, harto más grande pero no más hermoso, les llamó más la atención. Porque ese, que tiene flamencos y que baña una arena muy bonita, no tenía la capacidad de ser tan infinito como mi Bongo Rojo, en el que cabíamos todos, todos, hasta mi abuela y mi abuelo y mis tíos y la lora esa que me mordía, una que tenía mi mamá y que se llamaba Lora y que, de los celos, se voló, ¡literalmente se voló! y nunca más, para fortuna mía, regresó. Obvio, porque el océano, dicen, es infinito, pero eso es mentira, pregúntenle a un geógrafo, a un físico, a Galileo o qué sé yo. De hecho calculan que no habrá mar, quién sabe para qué año. 
El problema, creo, fue que nació mi hermanita y a mí me fueron creciendo los pies. Una vez no pude caber yo, no pudo volver a caber nadie, ni siquiera Carolina, que llegó por esos días presumiéndome que ya se le habían caído los dientes de leche y le habían crecido los otros. Que había un personaje llamado el Ratón Pérez que le daba a uno plata por cada diente que metiera debajo de la almohada y que, si bien, como el Niño Dios, algunos decían que eran los papás, a ella le constaba haber visto tanto al Ratón como a Jesús cuando era niño, poniéndole los regalos debajo de la almohada y debajo del árbol de Navidad.
Todo cuanto me decía Carolina lo creía, por más inverosímil que fuera. Me contó que mi Coqueo era un trapo con el que limpiaban las mesas de una cantina, y esa tarde me hizo llorar. ¿Por qué está llorando?, me preguntó mi mamá y, como no le contesté, me dio una pela. Entonces le dije: Carolina me contó que con el Coqueo limpian regueros de aguardiente, mocos de borracho y no de niño y que ya ni siquiera es rosadito sino gris y feo, que le cortaron las orejas, que le quitaron el borde de satín y que ya ni siquiera era un conejo. ¿Y quién es Carolina? ¡Pues mi amiga! A la que ya se le cayeron los dientes y puede ver al Ratón Pérez y al Niño Dios. ¿Otro Miamor? No, Miamor se fue con Rosita y Angélica para La Guajira, Carolina es más grande y cuenta cuentos de adultos como el del Coqueo. ¿Y ella por qué sabe que se quedó en una cantina? Con el dedo en mi boca le dije: pues porque es grande. 
Luego le conté a mi abuela que mi mamá me había pegado y lo que Carolina me contó de mi mejor amigo. Me sobó la cabeza y una música empezó a sonar. ¡Era el carrito de los helados! Dentro del carrito de los helados, me dijo una vez Carolina, hay unos duendes que trabajan con pedazos de hielo traídos del Polo Norte para hacer los conos y los conos tienen sabores y distintos colores que extraen del arco iris. Lo mismo las paletas. Nada más que a los conos les echan pedazos de nube para que sepan a leche, y todo eso que me contaba no se lo podía contar a nadie porque, si lo hacía, dejaba de ser mi amiga. Quiero heladito de fresa y una paleta de limón. La abuela me dijo que eso no me cabía. Es que la paleta de limón es para Carolina, que es la que más le gusta. Me los compró.
Carolina, ¿y el algodón de azúcar cómo lo hacen? Con nubes de atardecer, de esas que se ven rosadas en el cielo, esas que tu abuelo llama las del sol de los venados. Yo he visto que es con azúcar y un polvito. Sí, ¿pero de dónde crees que se vuelve así, como un algodón? Y yo abrí los ojos y la boca y pensé que tenía razón. 
Ella era muy sabia. Yo había olvidado que ya no cabía en el Bongo Rojo y la invité a que nos bañáramos. Al ver que solo podía meter mis pies y que me era imposible acomodarme, me puse a llorar. Pero entonces Carolina, que solo me hablaba cuando le daba la gana, me contó que todo venía del agua: el arco iris, las nubes, el hielo del Polo Norte, mis tristezas (así les llamaba a las lágrimas), el aguardiente, los mocos, ¡todo! Cogió la manguera, abrió el grifo y empezó a echar agua. Puso su dedo en la boquilla y un arco iris chiquito, a mi alcance, al alcance de las dos, empezó a salir de ahí. ¡Magia, magia! le dije asombrada, y ella me dijo que sí, que era magia, que aprendiera y le mostrara a mi abuela y también a mi mamá y a mis tíos y a mi papá cuando llegara de visita el sábado. Pero tenía que estar haciendo sol. Y se fue. Antes logró advertirme: uno crece y ya no puede jugar sin camisa y el cuerpo cambia y es muy doloroso. Duelen el pecho y el vientre y le dicen a uno que ya no es niña sino mujer. No vaya a creer eso, usted es mujer desde que nace hasta que se muere, otra cosa es que se vuelva adolescente, luego adulta, luego vieja. 
Al año me enfermé y ya Carolina se había ido para siempre, como los otros, pero para Bogotá. No era capaz de mover mis pies, me dolían las falanges y aunque me dijeron que la enfermedad era en el corazón no entendía de qué manera podía llegar el corazón hasta los pies. Tal vez ella sabía, como sabía tantas cosas, pero nunca se apareció para explicarme. Pensaba que ese dolor era porque estaba creciendo, como me lo había advertido mi amiga. Ya tenía cinco años y uno crece a los cinco años, pensaba yo. Sin embargo, aparte de que ya muchos de los juguetes que tenía me quedaban pequeños, como mi Bongo Rojo, y de que mucha de la ropa que me gustaba no me servía, aún no era grande. Ni siquiera le llegaba a los hombros a mi abuela, como me lo había imaginado. Si acaso, a la cintura.
Luego, cuando entré al colegio y nadie quería ser mi amiguito, vi a Carolina en el patio de los de bachillerato. Le compré una paleta de limón, como las que le gustaban, pero no me saludó, tal vez no me reconoció y ni siquiera me recibió la paleta. Me puse tan triste... y el problema es que no había mangueras cerquita para dibujar arco iris como ella me lo había enseñado.