viernes, 3 de mayo de 2019

Jm, hola

Hay palabras todas bonitas, como gotas. O sea, la palabra gotas, en plural, es muy bonita, y es tan bonita que también sirve como metáfora: las palabras son como gotas. Sí.
También me gustan estío, estalactita, parva, y jugar con mi boca, haciendo burbujas de aire, mientras las pienso, como si las saboreara. Mi mamá cree que estoy acabando con mis dientes, pero no. Es aire que no sale y que se queda entre la lengua y los dientes sin usar la garganta para pronunciarlas. También se quedan sin ser escritas. Llevan así, encerradas, unos siete años. O más.
Haber publicado un libro no es escribir, ni convierte a nadie en escritor.
Yo era escritora antes, cuando a nadie le importaba. Escribía día y noche, en lo que encontrara, así fueran paredes. Todo vino a dañarse con Twitter. Twitter hace del decir de uno cosas horrendas, y no solo del decir, sino también del pensar, del sentir, del actuar, del escribir. No son trinos, no son gotas, son pedazos de mierda unos seguidos de otros sin estética ni gracia muy sucios e incompletos y es menester desestructurar ese esquema que se incrusta en la cabeza cuando lo ha usado uno por tantos, tantísimos años.
La mente es un cajón ya entrenado para los caracteres limitados, lista para continuar en un tuit siguiente, ¿y cómo no vamos a empeorar considerablemente nuestro estilo quienes alguna vez nos dimos por escritores? Pero no es solo eso. El pensamiento se atrofia. Queda igualmente encajonado, y entonces no fluye como por ejemplo en Facebook, y alguna vuelta pasa en el proceso mental porque  ¡en serio! gente tan brillante como yo termina aseverando tonterías atrofiadas.
No importa mucho que esto no tenga sentido. No importa nada que no tenga estilo. Da lo mismo, pero urge que yo escriba fuera de ese lugar y empiece a ejercitarme en cuadritos más amplios que el que me abre TweetDeck o la app para la web del celular si quiero volver a escribir algo.
Ya vámonos

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